miércoles, 8 de agosto de 2007

Italia. Día 4: Roma

11 de julio de 2007, miércoles.


Día sin fotos.

Después de una larga noche, en la que a penas pude pegar ojo debido al dolor de garganta, amanecí hecho un trapo, empapado de sudor y con una fiebre altísima. Diana, al verme sudando de aquella manera, se apresuró a vestirse y salió de la habitación. Muy cerca, en una cocinilla contigua, la oí conversar con la persona que preparaba los desayunos. A los cinco minutos regresó a la habitación y muy seria me pidió que me vistiera rápidamente porque iba a venir un taxi a recogernos para llevarnos al hospital más cercano.

El hospital más cercano era el Policlínico Umberto I, a tan solo un par de manzanas y 12€ de distancia. En la entrada de urgencias rápidamente nos atendió un enfermero que hablaba algo de español y nos acompañó hasta la sala de triage. Allí me pidieron mi documentación y que les explicara lo que me sucedía; lo cual hice, como pude, en el idioma más universal: el de los gestos. Les hice entender que me dolía el estómago (quizás por que llevaba tiempo sin comer), la garganta y la cabeza y que también tenía algo de fiebre. Después me mandaron a una sala de espera, indicándome que fuera paciente pues estaban bastante saturados. Eran las 10:30.

Para mi sorpresa, no habían pasado ni cinco minutos cuando una enfermera vino a llamarme y me llevó a través de un largo pasillo hasta una consulta. Allí, de nuevo y de la misma manera, le expliqué a una doctora lo que me sucedía, entonces ésta muy enfadada comenzó a levantar la voz y a decir cosas en italiano que yo no era capaz de entender. Después, repitiendo "prego, prego, prego", me indicó que la siguiera y a toda velocidad me llevó de vuelta hasta la sala de triage, donde me pidió que les explicara de nuevo cuales eran mis síntomas. Y de nuevo lo hice, intercalando ya alguna palabra en italiano. Cuando terminé, la doctora comenzó a vocear a los enfermeros que allí había y salió de la sala con la misma rapidez que había entrado. Al parecer era la doctora de traumatología. A mi me mandaron de vuelta a la sala de espera.

No pasó mucho tiempo y de nuevo otra enfermera vino a buscarme. Ésta, igual que la anterior, me pidió que la siguiera y así lo hicimos, Diana y yo. Recorrimos varios pasillos, luego salimos a la calle, cruzamos un amplio parking donde la enfermera aprovechó para saludar a varios conductores de ambulancia, después nos metimos en otro pabellón del hospital y subiendo unas escaleras llegamos hasta la consulta de un doctor que parecía disfrutar de una mañana relajada. Le pedí a Diana que entrara conmigo, las demás veces se había quedado fuera, y de nuevo le expliqué al doctor lo que me sucedía, pero esta vez en italiano: dolore addominale e di testa, mal di gola e molta febbre. Diana me miró sorprendida y sin poder aguantar comenzó a reírse.

El médico me dio a entender que estas dolencias no correspondían a su especialidad y que a mi quien tenía que verme era un médico infectólogo (o algo así). Tomó el teléfono y llamó a uno, pero éste debió decirle que nanai y que hiciera el favor de no pasarle más marrones, porque a continuación la enfermera nos pidió que la siguiéramos y regresando por el largo camino que habíamos venido, volvimos a parar a la dichosa sala de espera de urgencias, donde permaneceríamos por muchas horas.

A las 16:00, cansados de esperar y esperar, Diana insistió a un enfermero para que al menos me tomaran la fiebre, pues llevábamos más de cinco horas en el hospital y ni eso habían hecho. El enfermero regresó con un extraño aparato, me lo puso en el oído, pitó y marcó 38.7, a continuación fue a notificárselo a los del triage, para que me dieran prioridad.

A las 18:30, hartos de ver ingresar y salir a gente aparentemente en mejores condiciones que yo, fuimos a la sala de triage a pedir explicaciones y lo único que conseguimos es que allí mismo volvieran a tomarme la temperatura: 39.2. El enfermero responsable del triage, Riccardo Carabella, parecía tomarse ahora en serio mi salud y nos dijo que volviésemos a la sala de espera, que me iba a poner como muy urgente y me llamarían de inmediato.

Las 19:00, las 19:30, las 20:00, las 20:30, las 21:00... ¡A las nueve de la noche por fin pronunciaron mi nombre! ¡Valiente hijo de su madre el Carabella ese! Once horas en una sala de espera con cuarenta de fiebre, sin medicación, sin poder comer... ¡Una auténtica tortura! Y todavía recuerdo aquellas dos niñas monísimas, de unos veinte años, que llegaron hacia las ocho de la tarde y tras llamar por teléfono a un joven enfermero, éste se pasó por la sala a saludarlas y entre besitos y risas le contaron que una de ellas tenía fiebre: a los quince minutos ya la estaban llamando. En fin...

Hacia las nueve de la noche, como dije, me llamaron. Me llevaron a una amplia sala repleta de enfermos encamados, donde tras una pequeña mesa, escondida en un rincón de la sala, me atendió una joven doctora. Luego me hicieron unas radiografías, me sacaron sangre para analizar y tras practicarme, no sin dificultad, una vía, me sentaron en un cómodo sillón, conectado a una botella que debía de contener el elixir de la vida, porque mi recuperación fue casi inmediata.

Hacia las 22:00 ya me había chupao toda la botella y la doctora Laura de Vito, que así se llamaba esta santa, sentada a mi lado me explicaba con mucha amabilidad, en italiano, pero muy despacio y repitiéndolo todo varias veces, los medicamentos que debía tomar: Levoxacin 500, una compressa al giorno per 7 giorni; Aulin, una bustina dopo pranzo e cena per 3 giorni.

A las 22:30 me dieron el alta y me entregaron el parte médico, el cual guardo como recuerdo. Es curioso comprobar como el sr. Carabella después de tomarme la temperatura anotó en él 38.2 en lugar de los 39.2 que marcaba el termómetro. Tal vez mintiendo trataba de justificar las largas horas que me hizo pasar en el hospital y su mala gestión del triage. Lo importante es que salí del hospital como una rosa y con más hambre que el perro de un ciego, así que me metí unos hipercalóricos caneloni entre pecho y espalda, en la trattoria más aparente que encontramos de camino al hotel.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Menos mal que no estabas solito en aquella sala de espera, con esa manta casposa de hospital echada sobre los hombros, y con cara de "me estoy muriendo..."
Ahora me arrepiento de hablar mal de la Sanidad en España...porque la de Italia, tela, telita

ingelmo dijo...

Cuánta razón tienes...

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